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La Boda

Para que nadie se sintiese postergado, las invitaciones debían hacerlas personalmente los novios o sus padres en los días que mediaban y entre la segunda y tercera amonestación o anuncio público. Anuncio que hacía el sacerdote durante la misa del Domingo.

Si los invitados eran muchos y considerados pudientes, se decía que era una boda “rumbosa”.

Minutos antes de la hora fijada para la ceremonia, el novio, la madrina y sus invitados, acudían a la casa de la novia desde donde la comitiva partía para la iglesia. Los no invitados, sobre todo el género femenino se situaba en los sitios más estratégicos del recorrido para ver y cotillear sobre el vestido de la novia y de los invitados. Ni que decir tiene que, sobre todo para las espectadoras, siempre faltaba o sobraba algún detalle.

Concluida la ceremonia religiosa, antes de que los novios se levantasen del reclinatorio, alguno de los invitados se acercaba a los nuevos esposos y, cuando menos lo esperaban, cogiéndoles las cabezas les daba un buen coscorrón para, se decía, hacer más firme la unión o, quizás para que, con ese pequeño dolor, mezclado entre los gritos de ¡vivan los novios!, y otros parabienes, hacerles saber que el matrimonio no era un camino de rosas. A continuación, a veces con los ojos de la novia llenos de lágrimas y no precisamente de emoción, venían toda clase de enhorabuenas y felicitaciones. Tan bárbara costumbre, afortunadamente desaparecida, posiblemente fuese exclusiva de El Cañavate. No tengo noticias de que existiese en otro lugar y desconozco su significado, antigüedad y procedencia. 
A salir de la iglesia, el padrino lanzaba sobre los presentes, “a la repelea”, puñados de caramelos y otros confites para hacer partícipe a todo el pueblo de la alegría de los desposados. Esta singular y bella tradición que, sobre todo para los niños, era un momento esperado y divertido, desapareció e importamos, no siempre es mejor lo que viene de fuera, la costumbre de lanzar puñados de arroz sobre las cabezas de los novios.

Para celebrar el banquete, que regularmente se hacía en casa de la novia, era necesario desalojar todos los muebles y allegar mesas, sillas, platos y cubiertos de amigas y familiares. Amigas y familiares que también colaboraban en cocinar y servir la comida.
Si la economía de los contrayentes lo permitía, el menú podía ser: Sopa de menudillos, pollo en salsa o cordero a la caldereta y si los posibles eran menos, se servía un chocolate con picatostes, magdalenas o rolletes.

Aunque vestirse de largo y de blanco era y es la ilusión de todas las novias, no todas podían verla cumplida. Las afortunadas que lo habían logrado, terminado el banquete, estrenaban otro vestido corto llamado de “tornaboda” que, si no tanto como el blanco, también era objeto curiosidad y comentarios. Con él se subía a la ermita a ofrecerle a la Virgen el ramo de flores con que se había casado y, a continuación, empezaba el baile amenizado por un acordeonista y, sobre todo, vigilado por las madres de las bailarinas.

Durante la ceremonia religiosa, durante el banquete o quién sabe ni cuando ni cómo, la casa de los novios, que había terminado de montarse con el mayor de los esmeros el día anterior, era ineludiblemente asaltada por los mejores amigos del novio, con el fin de llevar a cabo cualquier fechoría o gamberrada, principalmente en el dormitorio, para que cuando llegasen los novios con sus prisas, primero tuviesen que solucionar el desaguisado. Aunque esperada, era una verdadera faena.

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Autor de los contenidos: Avelino Alfaro Olmedilla              Webmaster: Miguel García
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