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SAN ANTÓN Y SU GORRINO
San Antonio Abad, “ San Antón”, nació en Egipto. Vivió 105
años entre los siglos III y
IV y, siendo muy joven, se retiró al desierto a vivir como
ermitaño. Durante la alta
edad media, los artistas reprodujeron al gran ermitaño acompañado
siempre por el proverbial
cerdo, como símbolo de las tentaciones que el Santo había sufrido. Realmente, esta extendida y extinguida tradición,
parece proceder de la región
francesa del Delfinado en donde tenían un convento los Antonianos,
monjes de San Antonio Abad. Se
desencadenó una misteriosa enfermedad en dicha región y, para
agradecer las ayudas que, los frailes de la negra capa, prestaban a las
gentes en sus hospitales, les regalaban cerdos marcados con una T
y una campanilla al cuello,
que podían deambular libremente por las calles y comer de todo lo que a
su paso hallasen. Esta
ancestral costumbre se mantuvo en el Cañavate hasta la década de
1.960. El gorrino de San Antón, sin ninguna clase de peligro, paseaba
constantemente las calles, dormía en donde se
le antojaba y comía de lo que le daba la gente. El
día 17 de enero, se rifaba entre los vecinos del pueblo y, al que le
tocase, tenía la obligación de comprar otro
para el año siguiente, siempre que no hubiese alguien que, para
cumplir una promesa, tuviese que hacerlo. PROTECTOR
DE TODOS LOS ANIMALES.
Las mulas, asnos, bueyes y caballos desempeñaban los mismos
servicios que ahora prestan los tractores y coches de viajeros.
Las ovejas, cabras, cerdos y gallinas, proporcionaban, además de
lana y pieles para el vestido, una parte importante de los alimentos que
se consumían durante el año.
La misión de los perros era
salvaguardar la casa y los rebaños, de maleantes y alimañas y,
finalmente, los gatos eran los encargados de
eliminar o ahuyentar los ratones de
despensas y graneros.
El día de San Antón,
ya hiciese frío, lloviese o nevase,
los agricultores, al atardecer, llevando del ramal a las mulas,
burros y caballos, acudían a la puerta de la iglesia para que el
sacerdote impartiese su bendición sobre los animales presentes y
ausentes, e implorase al Santo su amparo y protección. Terminada la ceremonia, cabalgando sobre los más
veloces animales, caballos o mulas, enjaezados todos con lujosos y
ostentosos aparejos, y con artísticos y laboriosos cortes de pelo,
principalmente en ancas y cola, se daban tres vueltas a la iglesia y, a
continuación, convertidas en hipódromos, se recorrían varias veces
todas las embarradas calles del pueblo, gritando: ¡Viva San Antón!.
Alguno de aquellos jinetes, llegó a alcanzar cierto prestigio. Durante el recorrido, algunos vecinos
obsequiaban a los jinetes con
un trago de zurra o aguardiente, “tostones”
y garbanzos torraos.
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Autor de los contenidos:
Avelino Alfaro Olmedilla
Webmaster:
Miguel García |
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