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LA MATAZÓN

La matazón o matanza del cerdo constituía una verdadera fiesta familiar. No hay que olvidar que el cerdo, introducido en España por los fenicios, era uno de los alimentos básicos de nuestros pueblos. Aún hoy, los españoles, por encima de la media europea, comemos 50 kg. de cerdo por habitante y año pero lejos aún, de los 67 kg. que comen los daneses.

Generalmente los cerdos se compraban en los meses octubre o noviembre y permanecían en la "gorrinera" hasta noviembre o diciembre del año siguiente. Se alimentaban de cebada molída,"amasao", "salvao" de trigo, alfalfa verde y, si se cultivaban en la casa, patatas cocidas. Alcanzaban un peso medio, si no eran de mala clase, de doce a dieciséis arrobas, equivalentes a ciento cuarenta o ciento ochenta kilos.

El rito de la matazón no era algo improvisado. Con la suficiente anticipación, los hombres de la casa, habían preparado una buena carga de aliagas y habían almacenado las arrobas de cebollas necesarias para hacer las morcillas. El día anterior a la matanza se pelaba, se picaba y se cocía la cebolla en espléndidas y relucientes calderas de cobre que ahora son piezas de museo u objetos de decoración. La masa resultante de la cocción, se metía en un saco de arpillera, se colgaba y, durante toda la noche, se dejaba escurrir y enfriar.

Muy de mañana, el siniestro, gruñón y autoritario matachín, bien pertrechado de cuantas herramientas habría de necesitar, no sin antes haber ingerido unas copas de aguardiente y haber afilado los cuchillos, decía: "Empezamos."

Acto seguido, una cuadrilla de hombres procedía a sacar al cerdo de la gorrinera y a ponerlo en la mesa preparada al efecto. No era esta una tarea fácil si el peso del cerdo era de 16 o 18 arrobas pero, por mucha que fuese su resistencia y agudos sus chillidos, el animal terminaba inexorablemente encima de la mesa y a merced del matachín.

Una mujer, con las mangas bien remangadas, recogía en un lebrillo, agitándola rítmicamente para que no se cuajase, el torrente de sangre que fluía a borbotones del certero pinchazo. Exangüe el cerdo, se dejaba caer sobre una hoguera de aliagas y, lentamente, se chamuscaba el pelo y la piel. Previamente preparada, se escanciaba agua caliente sobre el cuerpo del cerdo, se rascaba con trozos de teja y se lavaba hasta dejarlo completamente limpio.

Con la habilidad de un experto cirujano, el matachín hacía la disección. Vísceras, perniles, costillas, paletillas, lomo, etc. pasaban de sus manos a las de sus colaboradores. Todas las piezas se guardaban en la despensa o más normalmente, en la cámara, sobre unas impecables maseras extendidas sobre el suelo. Al día siguiente, cuando la carne se había enfriado, se deshuesaba y se picaba para ser embutida. Descuartizado el cerdo había llegado la hora de reponerse del ajetreo, del esfuerzo y del madrugón. Para almorzar se reunían todos en torno a una sartén de gachas, a la que seguía otra con tajadillas de hígado, "corá" y panceta. A la hora de merendar, porque también se merendaba, no podía faltar el sabroso "somarro" asado sobre las brasas y, naturalmente, impregnado de pavesas.

La indiscutible protagonista de este ancestral rito y de este familiar arte conservero y culinario, era la mujer. La dueña de la casa. Ella era consciente de la trascendencia de cada una de sus decisiones, porque en ellas se jugaba, además de su prestigio y consideración como ama de casa, una parte importante de la alimentación de todo un año. Por eso, supervisando y agradeciendo la colaboración de amigas y vecinas, se multiplicaba. Suya era la responsabilidad de la limpieza de las tripas para hacer un buen embutido. Suya, la responsabilidad de condimentar, amasar el bodrio de las morcillas y de picar, adobar, amasar, embutir los chorizos y de conseguir una adecuada salazón y cura de los jamones. 
Con el fin de que se enfriasen, las morcillas reposaban durante una noche encima de una mesa y al día siguiente se colgaban en el humero de la chimenea, al amor de la lumbre, durante tres o cuatro días que tardaban en secarse.

No sin antes haber catado la masa para comprobar su perfecta condimentación, los chorizos, una vez embutidos y atados, se colgaban del techo de la cocinilla enrollados en latas, durante cinco o seis días. Se daba fin a todo este complejo proceso con la fritura de las morcillas y chorizos. Comerse un par de chorizos sobre una orilla de pan para darles el visto bueno, era un heredado placer. Se guardaban en búcaros de barro, bañados con el mismo aceite con que se habían frito y se conservaban perfectamente en la despensa de la casa, durante más de un año.

Otros elementos característicos del rito de la matazón dignos de mencionar eran: La cena y el "Presente".

La genuina, verdadera y participativa fiesta de la matazón llegaba a la hora de la cena. Sin descuidar otros quehaceres, en la lumbre había estado cociendo muy lentamente un buen puchero con habichuelas blancas, ("ensalá de habichuelas") que constituiría el primer plato, al que se añadía una espléndida sartén de arroz con pollo, que sería el segundo.

Con las últimas luces de la tarde, la casa , yo diría que el barrio, se llenaba de una algarabía especial. Todos se habían despojado de su indumentaria de trabajo, se habían aseado y se habían vestido mejor. Era este uno de los momentos propicios para demostrar y manifestar el interés que se sentía por alguna de la chicas y, por lo tanto, en algunos mozos, además de alegría había cierto nerviosismo. A esta cena-fiesta, que se prolongaba hasta bien entrada la noche, asistían buen número de muchachos y muchachas vecinos y amigos de la familia. Presidida siempre por los mayores, la "sanochá" solía animarse con cantares, chascarrillos y bailes amenizados con alguna acordeón o guitarra.

Pasados uno o dos días, a ciertas amigas o familiares que aún no habían hecho la matazón, para hacerles partícipes de la abundancia de productos frescos, se les obsequiaba con el "Presente" para que, en familia, degustasen un buen potaje. El "Presente" consistía en: Un trozo de tocino, un hueso de espinazo, morcilla, lomo e hígado. Según fuese el tamaño y cantidad de los componentes, el "presente" podía calificarse de lucido o cicatero.

A pesar de la excelencia de todas sus carnes y de ser el sustento base de la familia rural, el cerdo siempre fue y es un animal vilipendiado. Su nombre se convierte en adjetivo para definir las más deleznables cualidades. Así, una persona sucia es un guarro, un marrano, un cochino y su casa es una pocilga o una cochiquera. Una mala faena es una guarrada y un cerdo, el que incumple una palabra dada.

En la casa de hoy, por higiene, espacio y por comodidad, no cabe el cerdo.

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Autor de los contenidos: Avelino Alfaro Olmedilla              Webmaster: Miguel García
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